SÁBADO, día 2
Primera lectura: Judas 17.20-25
Pero vosotros, amados míos, acordaos de lo que os predijeron los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. Edificad vuestra
vida sobre la santidad de vuestra fe. Orad movidos por el Espíritu Santo
y conservaos en el amor de Dios aguardando que la misericordia de nuestro Señor Jesucristo os lleve a la
vida eterna.
Tened compasión de los que vacilan…
Judas, el autor de este
breve escrito recibido en el canon de las Escrituras por la
mayor parte de las Iglesias y cuya conclusión vamos a
meditar, se presenta como «siervo de Jesucristo, hermano
de Santiago» (v. 1). Desea la
misericordia y la paz abundante «a los elegidos que viven
en el amor de Dios Padre y han sido preservados por Jesucristo»
(vv. 1ss). Su pretensión
fundamental es salvaguardar la integridad y la belleza de «1a fe que
fue transmitida a los creyentes de
una vez por todas» (v. 3), para
exhortarles a recordar «las cosas que fueron predichas por los apóstoles de Jesucristo» y a construir sobre ellas su propio edificio espiritual (vv. 17-20).
La
perla preciosa de esta tradición es la exhortación sobre
los dos polos de la vida recta: la santidad de la vida y la solicitud por las
personas cuya fe está en peligro. La santidad va creciendo
en la relación con las personas divinas, una relación
cultivada con comportamientos específicos: la oración y la docilidad al
Espíritu Santo, el amor a Dios Padre, la
esperanza en la misericordia de Jesús
para la vida eterna. Diferente es la
actitud con los que se encuentran más o menos directamente en dificultades de fe. La petición de compadecer a las personas vacilantes, de comportarse
con misericordia y firmeza con los que corren el riesgo de ser arrollados por
el error, se empareja con la del rigor para
no caer en compromisos con los que se muestran obstinados en su terquedad.
El
autor, en una solemne doxología de matriz litúrgica vv.
24ss), alaba a Dios, único Salvador, por medio de Jesucristo,
nuestro Señor, y concluye con esta afligida exhortación
a la perseverancia: sólo Dios tiene el poder de preservarnos de las caídas y de hacernos comparecer ante su gloria sin defectos y llenos de alegría.
Evangelio: Marcos 11,27-33
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron de nuevo a Jerusalén y,
mientras Jesús paseaba por el templo, se le acercaron los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos y le dijeron:
- ¿Con
qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado autoridad para actuar así?
- Jesús
les respondió:
- También
yo os voy a hacer una pregunta. Si me contestáis, os diré con qué autoridad hago yo esto. ¿De dónde procedía el bautismo de Juan: de Dios o de los
hombres? Contestadme.
Ellos discurrían
entre sí y comentaban:
- Si
decimos que de Dios, dirá: «Entonces, ¿por qué no le creísteis?». - Pero ¿cómo vamos a responder que era de los hombres?
Tenían miedo a
la gente, porque todos consideraban a Juan como profeta. Así que
respondieron a Jesús:
- No
sabemos.
Jesús les
contestó:
- Pues
tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto.
La
misericordia que había inspirado la actitud de Jesús
respecto a Bartimeo muestra otro rostro frente a personas
que, aunque están en conflicto entre ellas, se encuentran unidas por
la arrogancia, por la animosidad contra
Jesús. Esta actitud las conduce a interpelarle bruscamente y a manifestar dudas en torno a su autoridad. Jesús pone en práctica una sagacidad que
podría provocar su arrepentimiento o,
por lo menos, inducirlas a reconocer
que no buscan la verdad, sino sólo desembarazarse de él, poniéndolo en una situación incómoda.
La autoridad de Jesús se encuentra en la misma
línea que la de Juan el Bautista y, aunque la trasciende,
es tal que, si se reconoce esta última, sería menos grave la resistencia al Nazareno. Renegar de Jesús es
traicionar asimismo al Bautista e ignorar la confianza del pueblo, para el que Juan era un verdadero profeta. El
pueblo está más dispuesto a admitir
la intervención de Dios en la
historia humana y desenmascara también las resistencias de los poderosos. Éstos, para imponerse, deben recurrir a embustes y falsedades de todo
tipo. El seguimiento de Jesús no es
un acontecimiento emotivo, no madura
en cada situación. Jesús nos invita a enriquecernos con su presencia, pero no se muestra connivente con los despotismos hipócritas.
MEDITATIO
En estos últimos tiempos se habla con bastante frecuencia
del «silencio de Dios». Algunos piensan que se trata
de algo tan escandaloso que autoriza nuestro silencio
sobre él. En realidad, más que de silencio, tal vez se trate
de preguntas no recibidas, de respuestas no dadas, de
insolencias no pagadas de nuevo con la misma moneda, como en el caso
del evangelio de hoy. En temas de autoridad,
quienes se niegan a reconocer una que es auténtica se ponen en condiciones de
no aceptar ninguna: los que, puestos
para reconocer los signos de los tiempos
y la presencia del Señor, omiten advertirlos porque se resisten a seguirlos, se incapacitan para
percibir la verdad que se anuncia.
Dios
calla cuando somos nosotros quienes debemos hablar.
Nos induce a desistir en la resistencia que oponemos
a su Palabra. El apóstol Judas declara que quien impugna
la verdad conocida, quien busca pretextos para contrarrestar
la verdad a fin de impedirle iluminar nuestro
mundo de tinieblas, no sigue a Jesús, luz verdadera.
En
nuestros días se ven cada vez con mayor frecuencia
situaciones en las que unos someten a Dios a juicio y
otros se autoproclaman autorizados a defenderlo, olvidando que es él quien
nos defiende a nosotros, no nosotros a él.
No podemos tener actitudes selectivas respecto al Señor y a su Palabra, no podemos escoger lo que nos acomoda y desatender lo que no está de acuerdo con nuestros puntos de vista o, peor aún, impugnar la
verdad antes de conocerla.
La
pedagogía de Dios, apacible y misericordiosa frente a la debilidad de la
criatura, se muestra dura con las actitudes hipócritas e insolentes.
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