viernes, 1 de junio de 2012


SÁBADO, día 2
Primera lectura: Judas 17.20-25
Pero vosotros, amados míos, acordaos de lo que os pre­dijeron los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo. Edificad vuestra vida sobre la santidad de vuestra fe. Orad movidos por el Espíritu Santo  y conservaos en el amor de Dios aguardan­do que la misericordia de nuestro Señor Jesucristo os lleve a la vida eterna.
Tened compasión de los que vacilan…

Judas, el autor de este breve escrito recibido en el canon de las Escrituras por la mayor parte de las Iglesias y cuya conclusión vamos a meditar, se presenta como «siervo de Jesucristo, hermano de Santiago» (v. 1). Desea la misericordia y la paz abundante «a los elegidos que viven en el amor de Dios Padre y han sido preservados por Jesucristo» (vv. 1ss). Su pretensión fundamental es sal­vaguardar la integridad y la belleza de «1a  fe que fue transmitida a los creyentes de una vez por todas» (v. 3), para exhortarles a recordar «las cosas que fueron predi­chas por los apóstoles de Jesucristo» y a construir sobre ellas su propio edificio espiritual (vv. 17-20).
La perla preciosa de esta tradición es la exhortación sobre los dos polos de la vida recta: la santidad de la vida y la solicitud por las personas cuya fe está en peli­gro. La santidad va creciendo en la relación con las personas divinas, una relación cultivada con compor­tamientos específicos: la oración y la docilidad al Es­píritu Santo, el amor a Dios Padre, la esperanza en la misericordia de Jesús para la vida eterna. Diferente es la actitud con los que se encuentran más o menos di­rectamente en dificultades de fe. La petición de com­padecer a las personas vacilantes, de comportarse con misericordia y firmeza con los que corren el riesgo de ser arrollados por el error, se empareja con la del rigor para no caer en compromisos con los que se muestran obstinados en su terquedad.
El autor, en una solemne doxología de matriz litúrgica vv. 24ss), alaba a Dios, único Salvador, por medio de Jesu­cristo, nuestro Señor, y concluye con esta afligida exhor­tación a la perseverancia: sólo Dios tiene el poder de pre­servarnos de las caídas y de hacernos comparecer ante su gloria sin defectos y llenos de alegría.

Evangelio: Marcos 11,27-33
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos  llegaron de nue­vo a Jerusalén y, mientras Jesús paseaba por el templo, se le acercaron los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos y le dijeron:
- ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado autoridad para actuar así?
- Jesús les respondió:
- También yo os voy a hacer una pregunta. Si me con­testáis, os diré con qué autoridad hago yo esto. ¿De dónde procedía el bautismo de Juan: de Dios o de los hombres? Contestadme.
Ellos discurrían entre sí y comentaban:
- Si decimos que de Dios, dirá: «Entonces, ¿por qué no le creísteis?». - Pero ¿cómo vamos a responder que era de los hombres?
Tenían miedo a la gente, porque todos consideraban a Juan como profeta.  Así que respondieron a Jesús:
- No sabemos.
Jesús les contestó:
- Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto.
 La misericordia que había inspirado la actitud de Jesús respecto a Bartimeo muestra otro rostro frente a personas que, aunque están en conflicto entre ellas, se encuentran unidas por la arrogancia, por la animosidad contra Jesús. Esta actitud las conduce a interpelarle bruscamente y a manifestar dudas en torno a su autori­dad. Jesús pone en práctica una sagacidad que podría provocar su arrepentimiento o, por lo menos, inducirlas a reconocer que no buscan la verdad, sino sólo desem­barazarse de él, poniéndolo en una situación incómoda.
La autoridad de Jesús se encuentra en la misma línea que la de Juan el Bautista y, aunque la trasciende, es tal que, si se reconoce esta última, sería menos grave la resistencia al Nazareno. Renegar de Jesús es traicionar asimismo al Bautista e ignorar la confianza del pue­blo, para el que Juan era un verdadero profeta. El pue­blo está más dispuesto a admitir la intervención de Dios en la historia humana y desenmascara también las resistencias de los poderosos. Éstos, para imponerse, deben recurrir a embustes y falsedades de todo tipo. El seguimiento de Jesús no es un acontecimiento emotivo, no madura en cada situación. Jesús nos invita a enri­quecernos con su presencia, pero no se muestra conni­vente con los despotismos hipócritas.
 MEDITATIO
En estos últimos tiempos se habla con bastante fre­cuencia del «silencio de Dios». Algunos piensan que se trata de algo tan escandaloso que autoriza nuestro silen­cio sobre él. En realidad, más que de silencio, tal vez se trate de preguntas no recibidas, de respuestas no dadas, de insolencias no pagadas de nuevo con la misma mo­neda, como en el caso del evangelio de hoy. En temas de autoridad, quienes se niegan a reconocer una que es au­téntica se ponen en condiciones de no aceptar ninguna: los que, puestos para reconocer los signos de los tiem­pos y la presencia del Señor, omiten advertirlos porque se resisten a seguirlos, se incapacitan para percibir la verdad que se anuncia.
Dios calla cuando somos nosotros quienes debemos hablar. Nos induce a desistir en la resistencia que opo­nemos a su Palabra. El apóstol Judas declara que quien impugna la verdad conocida, quien busca pretextos para contrarrestar la verdad a fin de impedirle iluminar nues­tro mundo de tinieblas, no sigue a Jesús, luz verdadera.
En nuestros días se ven cada vez con mayor frecuen­cia situaciones en las que unos someten a Dios a juicio y otros se autoproclaman autorizados a defenderlo, olvi­dando que es él quien nos defiende a nosotros, no noso­tros a él. No podemos tener actitudes selectivas respecto al Señor y a su Palabra, no podemos escoger lo que nos acomoda y desatender lo que no está de acuerdo con nuestros puntos de vista o, peor aún, impugnar la ver­dad antes de conocerla.
La pedagogía de Dios, apacible y misericordiosa frente a la debilidad de la criatura, se muestra dura con las actitudes hipócritas e insolentes.

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