JUEVES,
día 12
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Evangelio: Mateo 10, 7-15
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“... Cuando Israel era joven, le amé, desde Egipto llamé a mi hijo.
Cuando le llamaba, él se alejaba, sacrificaba a los Baales, ofrecía incienso a
los ídolos. Yo enseñé a andar a Efraín, le alzaba en brazos, y él no comprendía
que yo le curaba. Con ataduras humanas, con lazos de amor le atraía; era para
ellos como el que levanta el yugo de la cerviz, me inclinaba y le daba de
comer...”
- Este texto de
Oseas figura entre los más importantes de todo el Primer Testamento en orden a
la revelación de la naturaleza del Dios-Amor. Si en el capítulo 2 el
símbolo-lenguaje que se nos revela es el de un Dios esposo, aquí cambia el
registro. El amor de Dios es el de un padre tiernísimo que recuerda a su hijo
los días lejanos en que, arrancándolo de la esclavitud de Egipto, lo llevó
suavemente de la mano.
- El pueblo había
ido continuamente por el camino de la idolatría, pero Dios estaba siempre para
volverlo a coger en brazos, para expresarle su amor con los lazos de bondad
que, tocando las fibras más secretas de la humana sed de ser amados, hubieran
debido persuadirle sobre la fuerza, la fidelidad y la misericordia de este amor
de Dios por el hombre. «La delicada interioridad del amor de Dios y, al mismo
tiempo, su fuerza apasionada no han sido percibidas ni representadas por ningún
otro profeta como por Oseas» (Weiser).
- Existe en estos
versículos una voluntad de salvación por parte de Dios que supera con mucho la
indignación por el alienante ir a la deriva del hombre. Y todo el texto (en el que
vuelve bastantes veces el verbo judío que significa «amor») subraya la absoluta
prioridad del amor de Dios al hombre. El amor del hombre a Dios, en la Biblia , viene después, y
aparece aquí con una cierta vacilación, como para expresar la impotencia del
«corazón incircunciso», del «corazón endurecido», que sólo cuando lo alcanza y
penetra el Espíritu puede convertirse en «corazón de carne», capaz, por tanto,
de amar a Dios y, en él, a los hermanos (Ez 36, 26ss).
-
¡Inmenso canto al amor que Dios tiene a su pueblo! Si antes había comparado
este amor al conyugal, ahora se describe con rasgos bien tiernos de un
padre/madre por el hijo que lleva en brazos, al que acaricia y besa, al que le
enseña a andar, al que atrae “con lazos de amor”
(v. 4). Pero ese hijo ahora le es infiel; el pueblo ha roto la Alianza que había
prometido guardar: “cuando le llamaba, él se alejaba”.
-
¿Cuál será la reacción de Dios? Es posible pensar en el castigo. Pero no. Dios
no se decide a castigar, sino que va a perdonar una vez más. Y así se describe
con trazos muy humanos esa respuesta de Dios: “se me
revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas; no cederé al ardor de mi
cólera” (v. 8-9). Ése es el proceder de Dios, quien no es un
enemigo siempre al acecho, sino el amigo que está en medio de su pueblo,
siempre salvando y dando vida.
-
¡Enorme mensaje el que nos ofrece este profeta del amor de Dios! Y... ¡es así!
No hay más vueltas que dar. ¡Cuánto nos cuesta aceptar que Dios sea así! No
precisamente el “enemigo del hombre” sino el amigo más fiel. Acéptalo,
hermano/a; gústalo y disfrútalo; ofrécelo a cuantos te encuentres en tu camino
y en tu vida. Es la mejor respuesta a ese amor de Dios; la única que merece la
pena; la única que se “parece” al del mismo Dios. ¡Ojala!
“... Id y proclamad que el Reino de los cielos está cerca: Curad
enfermos resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis
recibido gratis, dadlo gratis...”
- Este fragmento de
Mateo es una instrucción sobre las tareas y la práctica misioneras. Está
precedido por la vocación y la presentación de los Doce y por su misión
(respectivamente en los vv. 1-4 y 5ss). Los que son llamados son también
enviados. Existe un vínculo necesario entre vocación y misión. Los discípulos
han sido llamados para estar con el Señor (Mc 3, 12) y ser enviados por los
caminos de los hombres a hacer resonar la Buena Noticia que el
Señor ha venido a proclamar: «Se ha cumplido el
plazo y está llegando el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Son enviados a dar
testimonio y a poner voz a la
Palabra de misericordia y de salvación (v. 7) (presentada en
los capítulos 5-7 y 8-9), a contar la novedad de Jesucristo, que cuida del
débil, libera de la muerte y de la mentira, restituyendo al hombre a sí mismo.
En esto continúa el discípulo la obra del Maestro.
- Y el discípulo, al
ponerse al servicio del Evangelio, como el Maestro, otorga el primado al don: «gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (v. 8b). La gratuidad y la pobreza en
la misión constituyen el testimonio de que el discípulo cuenta con una sola
seguridad y tiene un único objetivo, su Señor y su palabra: «No andéis preocupados pensando qué vais a comer o a beber
para sustentaros, o con qué vestido vais a cubrir vuestro cuerpo» (Mt 6, 25). De este modo, la misión se
convierte en ocasión para crear una circulación de gracia y de vida entre el
que anuncia y atestigua y el que acoge. Una circulación que hace visible la
conciencia de la filiación divina de cada creyente, abre a la fraternidad y da
cumplimiento a la promesa de la paz (shalôm) mesiánica en la comunidad.
- Al ser enviado, el
discípulo «aprende» («discípulo» viene del verbo latino discere, «aprender») la alegría y la fatiga de
participar en la realización de la promesa, de convertirse en instrumento
eficaz, aún en medio de la debilidad, de la misión del Hijo de Dios entre los
hombres.
-
La llamada siempre conlleva el envío, la misión. Ahí nos encontramos en este
relato evangélico. Anunciar la
Buena Noticia de Dios, su proyecto salvador, que se realiza
ya en Jesús, es el mensaje a ofrecer. Y este anuncio va acompañado de los
gestos de vida; curar, limpiar, echar demonios, resucitar muertos. Los
enviados, pues, siguen realizando las mismas acciones liberadoras que el
Maestro. Ése es su objetivo y su quehacer.
-
Pero todo ello con un estilo concreto: “gratis lo
recibisteis, dadlo gratis” (v. 8). Esto es, todo arranca en el
mismo Dios, de ahí que el “tono” de la misión es con una actitud de pobreza
evangélica, que no se apoya en los medios materiales, sino en la fuerza del
mensaje, con la ayuda del mismo Dios. Y a pesar de ser un mensaje de vida, no
lleva ninguna garantía de que sea acogido ni que lo quieran escuchar. Eso no
está en las manos del mensajero y del enviado. ¡Ahí es nada!..
-
¡Menos mal que no depende de nosotros el que el anuncio produzca frutos!..
Somos enviados a hacer presente la misma tarea que Jesús, y eso basta. Es ése
el compromiso que nos afecta. Y con todo, es necesario vivir antes el don de la
gratuidad, recibirlo del mismo Dios cuanto nos ofrece; la experiencia de
haberlo recibido gratis, nos hará libres para poderlo vivir con gozo y alegría,
a pesar de los aparentes fracasos. ¡Casi nada!..
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