DOMINGO, día 17
Ezequiel
17,22-24
Esto dice el Señor:
También yo tomaré la copa de un cedro, de sus ramas cimeras tomaré un
tallo, y lo plantaré en un monte muy alto; lo plantaré en un monte alto de Israel; y echará ramas y dará frutos, y se hará un cedro magnífico. Toda clase de pájaros anidarán
en él, y habitarán a la sombra de sus ramas.
Y sabrán todos los árboles del bosque que yo, el Señor, humillo al árbol elevado y exalto al árbol pequeño, hago secarse el árbol verde y reverdecer el árbol seco. Yo, el Señor, lo he dicho y lo
haré.
~ El texto de Ezequiel aparece
como anticipación profética del evangelio de hoy: son idénticas
las imágenes que aparecen en ambos textos (imágenes que
hablan de crecimiento) e idéntico el tema
que se desarrolla: la extensión sin límites del Reino de Dios. La perícopa
tiene un evidente sentido mesiánico:
se trata del anuncio de la
«restauración» del reino de Israel tras la experiencia de la deportación de muchos a Babilonia (por
obra de Nabucodonosor, el año 597),
aunque también después, de
la experiencia del alejamiento de Dios y de su alianza por parte de otros que se habían quedado en la patria.
~ Con todo, nada de eso impide a Dios permanecer fiel a su alianza. La alegoría del cedro expresa
con imágenes la promesa de un renacimiento y de un nuevo crecimiento maravilloso: como hace el agricultor, Dios tomará un «tallo» (un descendiente
de David) de « la copa de
un cedro» (la casa de David), para
plantarlo en un monte alto de Israel,
de suerte que pueda convertirse en «un
cedro magnífico» (vv. 22ss). Esto
equivale a decir que Dios es el gran
protagonista de la historia, el que, a pesar del pecado, es capaz de ofrecer al
hombre un futuro diferente y nuevo.
La iniciativa del renacimiento y del crecimiento no corresponde a los hombres,
sino que es de Dios, que se presenta como alguien que no disminuye en su amor.
~ Éste es el núcleo central del texto alegórico, que se completa con la afirmación final: «Y sabrán todos los árboles del bosque que yo, el Señor, humillo al árbol
elevado y exalto al árbol pequeño» (v. 24).
¿Cómo no recordar la imagen evangélica,
evocada por Lucas en el Magníficat, del Dios que «derribó de sus tronos a los poderosos y ensalzó a los humildes» (Le 1,52) o este dicho de Jesús «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla
ser ensalzado» (Le 14,1 1)?
~ Ésta es la lógica del Reino de
Dios en la historia de los
hombres. Por eso, el justo se puede reconocer en el hecho de «proclamar por la mañana tu misericordia y por la noche tu fidelidad» (Sal 91, empleado en la liturgia de hoy como salmo responsorial).
2 Corintios 5,6-10
Hermanos:
Así pues,
en todo momento tenemos confianza. Sabemos que, mientras habitamos en
el cuerpo, estamos lejos del Señor, y caminamos
a la luz de la fe y no de lo que vemos.
Pero estamos llenos de confianza
y preferimos dejar el cuerpo para ir a
habitar junto al Señor. Sea como sea, en este cuerpo o fuera de él, nos esforzamos en serle gratos, ya que
todos nosotros hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba el premio o
castigo que le corresponda por lo que hizo durante su existencia
corporal.
~ El texto de la segunda lectura prosigue con
los estímulos dirigidos a los cristianos para que mantengan firme la mirada en los bienes «invisibles»,
que son «eternos». La perspectiva del que ha optado por
ponerse a seguir a Cristo no es, en efecto, de este mundo: la fe y la esperanza en Cristo resucitado llevan a mirar
hacia un horizonte que está «más allá» de la dimensión terrena.
~ Esta conciencia se traduce, en el pasaje que acabamos de leer, en tres tipos de pensamientos: en primer lugar, tenemos una comprensión de nuestro «habitar en el cuerpo» como si viviéramos en un exilio «lejos del Señor» (v 6). Lo que caracteriza la existencia terrena
del cristiano es la fe, no aún la
visión. De esta dialéctica fe-visión
brota la actitud propia del creyente: la confianza. Éste es el término fundamental (aparece dos veces en las líneas iniciales del texto), y resume la
identidad del creyente:
éste es alguien que se «confía» plenamente; mejor aún, alguien que se «confía» al único que considera digno de confianza. La vida del creyente está
orientada así hacia su destino de consumación en Dios.
~ En segundo lugar, se levanta
acta de que lo que cuenta en el hoy terreno, vivido a la luz de la fe, es el
esfuerzo por «serle
gratos» (v. 9b). No se
trata de una simple lógica de prestaciones o de confianza en
nuestros méritos: no son éstos, en efecto, los que nos procuran la salvación. La expresión
remite más bien al compromiso activo de llevar nuestra propia vida siempre
bajo la mirada
de Dios.
~ Y por último, en tercer
lugar, está el pensamiento de tener que comparecer ante el tribunal de Cristo» (v. 10). Pero ésta ya no es una
perspectiva que engendre ansia o miedo; es sólo la expectativa de la
consumación esperada y la conclusión de una vida vivida en el
abandono en
Dios.
Evangelio:
Marcos 4,26-34
En aquel tiempo, decía
también Jesús a la gente: Sucede con el Reino de Dios lo
que con el grano que u hombre echa en la tierra. Duerma o
vele, de noche o de día el grano germina y crece, sin que él sepa cómo. La
tierra da fruto por sí misma: primero
hierba, luego espiga, después trigo abundante
en la espiga. Y cuando
el fruto está a punto, e seguida se mete la hoz, porque ha llegado la siega.
Proseguía
diciendo: ¿Con qué compararemos el Reino
de Dios o con qué parábola lo expondremos? Sucede con él lo que con un
grano de mostaza. Cuando se siembra en la tierra,
es la más pequeña de todas las
semillas. Pero,
una vez sembrada, crece, hace mayor que cualquier
hortaliza y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar a su
sombra.
Con
muchas parábolas como éstas Jesús les anuncia el
mensaje, acomodándose a su capacidad de entender. No les decía
nada sin parábolas. A sus propios discípulos sin embargo,
se lo explicaba todo en privado.
~ El discurso sobre el Reino de Dios, propuesto por
Jesús en parábolas a los hombres de todos los tiempos, responde a una doble
pregunta: ¿qué lógica rige el funcionamiento del Reino de Dios? ¿Alcanzará éste
su objetivo?
~ Las dos parábolas que recoge el texto de hoy hablan
de un «grano»
echado en tierra: en la primera
parábola el crecimiento del grano no depende del trabajo del hombre («Duerma o vele, de noche o de día, el grano ,
germina y crece»: v. 27), sino únicamente de la fertilidad del
suelo.
~ La primera lectura se mostraba todavía más explícita:
no es el hombre el que trabaja para edificar el Reino de Dios, sino sólo Dios.
En la segunda parábola aparece una idea ulterior: el minúsculo grano de mostaza
-que carece de toda vistosidad- «se hace mayor que cualquier hortaliza» (v. 32). Se trata
de una grandiosa visión plena de esperanza, que anima a los creyentes a
mantener una actitud de paciencia.
~ Dios obra en la historia, a pesar de que las apariencias
digan lo contrario. La realización de su Reino no depende del eficientismo, ni
de las instituciones, ni de los individuos; no es cuestión de programas o de obras,
sino de una escucha atenta de la Palabra de Dios y de la disponibilidad para
dejarla crecer en nosotros. El mensaje central de la parábola no es, a pesar
de todo, una invitación al quietismo o a la falta de compromiso. Al contrario,
presenta al creyente una mentalidad nueva, la de no escuchar tanto sus deseos y
sus ganas de hacer y mantenerse disponible, con paciencia y humildad, para
crear las condiciones en las que la Palabra de Dios pueda dar fruto libremente.
MEDITATIO
~ La Iglesia, en cuanto comunidad de creyentes, tiene la misión de ser
«sacramento» del Reino de Dios aquí, en la tierra: ha sido convocada para ser,
con sus palabras y sus acciones, «signo
eficaz» de este Reino que como la pequeña
simiente echada en tierra, puede crecer sin
límites.
~ En efecto, esta experiencia, en cuanto experiencia de comunión y de justicia, no es algo
individual, sin que liga a las
personas entre sí y, uniéndolas en torno a la persona de Cristo, constituye su
Iglesia: así, la realidad
histórica de la Iglesia se convierte en manifestación de la reconciliación querida y otorgada por Dios en Jesús, el gran acontecimiento de
reconciliación que marca la historia
de los hombres a partir de Jesús y hasta su
consumación final. Por eso la Iglesia no se
identifica nunca con el Reino de Dios, no puede considerarse nunca, de una manera triunfalista como el Reino de Dios realizado en el mundo, sino que es siempre y únicamente un signo, un camino través de la historia humana, que gradualmente se vuelve, en Jesús, por Jesús y con Jesús, «historia
de salvación».
~ Esta experiencia interesa a toda la humanidad: «por nosotros los hombres y por nuestra
salvación...», profesamos en el credo. Toda persona, en el presente
de su existencia, se siente
interpelada por esta exigencia, se siente
llamada a entrar en el Reino de Dios, en el sentido de que mediante una continua «conversión» se ofrece realmente esta posibilidad: en todo momento en que el hombre intenta dar un sentido a
su propia vida, comprometiendo de
manera concreta su libertad en la
historia, le es posible comprometerse por
un camino que no es manifestación del mal, sino manifestación del Reino de
Dios. En esta dimensión «sacramental»
de la vida cristiana se resuelve la tensión entre el ya y el todavía-no de la esperanza: este continuo tender es
el signo y la actitud que distingue al
cristiano.
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