miércoles, 6 de junio de 2012


JUEVES, día 7:


Primera lectura: 2 Timoteo 2,8-15
Querido hermano:  Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David, según el Evangelio que yo anuncio, por el cual sufro hasta verme en­cadenado como malhechor, pero la Palabra de Dios no está encadenada. Por eso todo lo soporto por amor a los elegi­dos, para que ellos también alcancen la salvación de Jesucris­to y la gloria eterna…

La vida del cristiano es la vida de Cristo en él; es una participación siempre renovada en la muerte y en la vida gloriosa del Señor, que, en cierto modo, sufre y resurge a una vida nueva en aquel que cree en Él. Como Pablo, encadenado por el Evangelio «como malhechor» (v. 9), aunque también seguro de reinar con él (v. 12). De ahí podemos extraer dos consecuencias.
En primer lugar, que los sufrimientos del cristiano participan del valor redentor de los sufrimientos de Cristo y son, de hecho, instrumento de salvación en la medida en que el cristiano -como le gusta decir a Pablo- sufre por Cristo y muere con él (cf" w. 11.12). Desde el momento en que el Hijo del Eterno murió en la cruz, ya no hay sufrimiento terreno que sea inútil, ni creyente que no se sienta responsable de la salvación de los demás. Es la comunión de la cruz lo que da, a cada individuo, la fuerza para soportarlo todo por los her­manos, «para que ellos también alcancen la salvación de Jesucristo y la gloria eterna» (v. 10).
Entonces -segunda consecuencia-, la vida del cris­tiano se convierte en una existencia pascual, gracias a la memoria de la resurrección de Jesús (v. 8) y gracias a la profecía de su propia resurrección (v. 11); una existen­cia que proclama la fidelidad del Eterno, mayor que cualquier infidelidad humana (v. 13). Por eso el cristia­no no se enzarza en «discusiones vanas» (v. 14), ni se avergüenza de la Palabra que debe anunciar, aunque deba sufrir por ella, porque es Palabra de la verdad y nunca podrá ser encadenada (v. 9).

Evangelio: Marcos 12,28-34
En aquel tiempo,  un maestro de la Ley que había oído la discusión y había observado lo bien que les había respondido se acercó y le preguntó:
-¿Cuál es el mandamiento más importante?  Y Jesús contestó:
-El más importante es éste: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más importante que éstos.
- El maestro de la Ley le dijo: Muy bien, Maestro. Tienes razón al afirmar que Dios es único y que no hay otro fuera de él;  y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
Jesús, viendo que había hablado con sensatez, le dijo: -No estás lejos del Reino de Dios.
Y nadie se atrevía ya a seguir preguntándole.

El tono de la pregunta del maestro de la Ley, a diferencia de Mateo y Lucas, no es aquí, en Marcos, ni polémico ni tendencioso, sino simplemente teórico y escolar, sin trampas más o menos escondidas. Al contrario, parece darse un reconocimiento recíproco de la exactitud y de carácter pertinente de la respuesta del otro por parte de cada uno de los interlocutores. Al mismo tiempo, la cuestión planteada era en aquellos tiempos una pregunta clásica y debatida con frecuencia; tampoco era nueva del todo la respuesta de Jesús. En realidad, se trata de la cuestión central para él y para todo creyente: es la pregunta a la que Jesús intentará responder con toda su vida.
De todos modos, el Maestro le brinda al maestro de la Ley, interlocutor leal, una respuesta precisa y rigu­rosamente bíblica, no sólo por los envíos a Dt 6,4ss y I.v 19,18, sino porque sólo es posible entenderla dentro de la revelación, según la cual nuestro amor a Dios y al prójimo supone un hecho precedente y fundador: el amor de Dios por nosotros. Éste es el dato que precede a cualquier otro, el origen y la medida del amor humano. Si éste nace del amor divino, debe medirse sobre la base del mismo, amando a toda la humanidad, amando a cada hombre sin distinción y con toda nuestra propio humanidad: corazón-mente-voluntad. De todos modos, Marcos no se contenta con estas especificaciones, sino  que introduce en su texto otras dos importantes notas particulares: una observación polémica sobre el culto (v. 32), que recupera la antigua batalla de los profetas contra el ritualismo embarazoso que separa la oración del amor, y la afirmación del monoteísmo (vv. 29.32), en abierta polémica con el ambiente pagano en que vivía la comunidad de Marcos, afirmación destinada a dejar bien sentado que sólo de Dios -es decir, de haber puesto a Dios en el centro de su vida- puede venirle la libertad al hombre. Esa libertad es ya signo del Reino que viene.

MEDITATIO
Dios creó al hombre a su semejanza, le dio un cora­zón capaz de dejarse amar y de amar a su vez. Pero no sólo le hizo capaz de amar a su manera, divina, no se contentó con verter su benevolencia en el ser humano haciéndolo amable, sino que activó en él una capacidad afectiva que no es ya sólo humana. Éste es el signo más grande del amor de Dios hacia el hombre: el Creador no se ha guardado, celosamente, su poder de amar, sino que lo ha compartido con la criatura. En realidad, Dios no hubiera podido amar más al hombre.
Ésa es también la razón de que éste sea asimismo el primer y más importante mandamiento: antes de ser manda­miento, es el don más grande. Y si vale más que todos los holocaustos y sacrificios, eso significa que el hom­bre lleva a cabo la mayor experiencia del amor divino cuando ama de hecho a la manera de Dios, más aún que cuando ora y adora, porque es entonces, y sólo en­tonces, cuando puede descubrir cómo ha sido amado por el Eterno, hasta el punto de haber sido hecho capaz de amar a su manera.
Precisamente en esta línea invita Pablo a Timoteo y a todo creyente a sufrir y a morir con Cristo por la salvación de los hermanos. Pero, entonces, no se da aquí sólo la comunión redentora de la cruz; antes aún está el misterio sorprendente de la comunión de Dios con el hombre, del amor divino con el amor hu­mano. Gracias a esta comunión, el amor de Dios se hace ya presente y visible en esta tierra; más aún, Dios mismo es amado en un rostro humano y el corazón de carne produce ya desde ahora latidos eternos.

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