VIERNES, día 22:
2
Reyes 11,1-4.9-18.20ª
Yoyadá selló un
pacto entre el Señor y el rey y el pueblo por el cual éste se comprometía a ser el pueblo del Señor. Inmediatamente, todo el pueblo irrumpió en el templo de Baal y lo demolió. Hicieron astillas sus altares e imágenes y degollaron a Matán, sacerdote de Baal, delante de los altares.
Después, el
sacerdote Yoyadá dejó guardias en el templo del Señor. Todo
el pueblo se llenó de júbilo y la ciudad recobró la calma.
La
liturgia, omitiendo una amplia sección (2
Re 3-10) donde
se habla de los reinados de Jorán (852-841) y de
Jehú (841-814), que
desarraigó el culto a Baal de Israel
y cuya unción real ya había sido anunciada por Elías
(1 Re 19,16), y donde
se ilustra la actividad de Eliseo, la liturgia, decíamos, nos
propone algunos pasajes adecuados para
llevar a cabo una lectura teológica de la historia de Israel.
Desde
el reino del Norte nos trasladamos al reino del Sur.
Aquí Atalía, descendiente de Jezabel y mujer del rey Jorán
(muertos ambos por Jehú a causa de sus perversiones),
muerto su hijo Ocozías (841), heredero
legítimo al trono, se apodera del Reino de Judá y
elimina a la dinastía real superviviente. Ahora bien, Josebá,
hija del rey Jorán y esposa del sumo sacerdote Yoyadá (2
Cr 22,1 1 ) cogió furtivamente a Joás, hijo de Ocozías, y lo
escondió en el templo, de suerte que
siete años después, y gracias a una
estudiada conjura (w. 5-8, omitidos por la liturgia), éste fue proclamado rey (835-796) e
instalado en el trono (v. 19, omitido
por la liturgia).
La oposición a Atalía se debió a la línea
baalista mantenida por
la reina, en flagrante contradicción con la alianza
yahvista, mientras que la iniciativa de la casta sacerdotal
desbarata el peligro, destruye el templo de Baal
levantando en el corazón de Jerusalén, elimina de
la escena a Atalía y permite la renovación de la alianza. Se trata de un
acontecimiento que se repetirá en los momentos
cruciales de la historia de Israel (cf:
2 Re 23).
Evangelio:
Mateo 6,19-23
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: No acumuléis tesoros en esta tierra, donde la
polilla y la carcoma echan a perder las cosas
y donde los ladrones socavan y roban.
Acumulad mejor tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la carcoma echan a perder las cosas y donde los
ladrones no socavan ni roban. Porque
donde está tu tesoro, allí está también tu corazón.
El ojo
es la lámpara del cuerpo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado; pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo
está en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tiniebla, ¡qué grande será la oscuridad!
“La
totalidad de la enseñanza [de Cristo]”, afirma el místico alemán Jakob Böhme,
“no es otra cosa que la explicación del modo en que el hombre podría encender en
él el divino mundo luminoso. Dado que éste se enciende
de modo que la luz de Dios brille en el espíritu de
las almas, todo el cuerpo posee la luz”.
El principio de la recompensa evoca el «tesoro en el
cielo» (cf.
Tob 4,9; Eclo 29,11),
«la mejor parte» que
se asegura María (Lc
10,42), «las cosas de arriba»
(Col 3,1)
y las «riquezas mejores y más duraderas»
(Heb 10,34) de
que hablan los escritos paulinos, y brinda una regla
infalible para el discernimiento: pregunta a tu
corazón para saber cuál es tu tesoro. La continuidad
del discurso es interrumpida por el dicho del Señor sobre la
lámpara (cf. Lc 11,34-36).
La
lámpara es el símbolo del ojo interior o espiritual, del
que se transparenta la luz de la fe que esclarece la mente
y suscita el impulso del amor en la voluntad. De modo
más general, la lámpara es el símbolo del alma que irradia
su luz a través del cuerpo. La antítesis se produce entre
el ojo sano (Prov 22,9) y el enfermo -al pie de la letra entre el ojo «sencillo» y el «malo». El Nuevo Tetamento (2 Cor 1,2; 11,3; Ef 6,5; Col 3,22; Sant 1,5) vuelve con frecuencia sobre la sencillez (que es
falta de duplicidad, según el
significado literal del término). También
condena con frecuencia al «ojo malo» (Mc 7,22; cf. Mt 20,15). Por último, para la antítesis
luz-tinieblas, véase Jn 1,9; 3,19-21;
8,12; 12,46; Rom 13,12; 2 Cor 6,14 . Ef
5,8ss; 1 Tes 5,5. La contraposición entre «hijos de la luz, e «hijos de
las tinieblas» era uno de los
aspectos cualificados de la enseñanza
en la comunidad de Qumrán.
Para nuestra Vida
Como
es bien sabido, la economía de las sociedades mediterráneas del siglo primero
era enteramente distinta de la economía actual. Sin embargo, la relación del
hombre con los bienes materiales, en el fondo, era
la misma entonces que ahora. La diferencia está en las consecuencias que
se siguen de esa relación. Ahora, la codicia por atesorar (o por retener
lo atesorado) provoca tales desastres, que en eso radica la causa fundamental
de la enorme crisis económica que tanto sufrimiento está produciendo, sobre todo
a los más pobres. En una economía global, los destrozos de la codicia son
globales, es decir, incalculables.
En
tiempo de Jesús, tener un tesoro era un peligro. Porque entonces era más fácil
el robo que ahora, si pensamos en el robo de objetos (monedas,
joyas...). Pero la codicia por acumular bienes dañaba (y sigue dañando)
de forma brutal al codicioso. Porque el "tesoro" (los bienes
acumulados) indican dónde tiene la persona su "centro" (el
"corazón) y qué es lo que de verdad le importa a cada cual.
La
metáfora del ojo y la luz, colocada por Mateo inmediatamente después
de la dura sentencia sobre la codicia, establece una relación directa entre
la codicia y el conocimiento: el que tiene centrada su vida en el propio dinero
y en el propio capital pervierte su visión de la vida, del mundo, de todo.
Y llega a cegar a la persona. De forma que, de una persona así, se puede afirmar
que vive en la oscuridad total. No ve lo más evidente: la injusticia espantosa en que
vivimos, el destrozo que estamos haciendo de nuestra madre tierra, el cúmulo de violencia, dolor y muerte que todo esto
lleva consigo. No puede enterarse de nada de eso porque existe una relación
directa entre el "conocimiento" y el "interés": los
"intereses rectores del conocimiento" (J. Habermas) determinan decisivamente lo que conocemos y cómo
lo conocemos. Aquí radica el destrozo
más grande que causa la codicia.
Señor, dame un
corazón sencillo que sepa discernir el
verdadero bien y no se deje sugestionar por los
bienes aparentes,
ilusorios y pasajeros.
Hazme comprender
que Tú eres el tesoro de mi corazón.
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