JUEVES, día 7:
Primera lectura: 2 Timoteo
2,8-15
Querido hermano: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David,
según el Evangelio que yo
anuncio, por el cual sufro hasta verme encadenado como malhechor, pero la Palabra de Dios no está encadenada.
Por eso todo lo soporto por amor a los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación de
Jesucristo y la gloria
eterna…
La vida del cristiano es la vida de Cristo en él; es una participación siempre renovada en la muerte y en la vida gloriosa del Señor, que, en cierto modo, sufre y resurge a una vida nueva en aquel que cree en Él. Como Pablo,
encadenado por el Evangelio «como malhechor» (v. 9), aunque
también seguro de reinar con él (v. 12). De ahí
podemos extraer dos consecuencias.
En primer lugar, que los sufrimientos del cristiano participan del valor redentor de los sufrimientos de Cristo y son, de hecho, instrumento de salvación
en la medida en que el cristiano
-como le gusta decir a Pablo- sufre por Cristo y muere
con él (cf" w. 11.12). Desde
el momento en que el Hijo del Eterno murió en la cruz,
ya no hay sufrimiento terreno que sea inútil, ni creyente
que no se sienta responsable de la salvación de los demás. Es la comunión de la cruz lo que da, a cada individuo, la fuerza para soportarlo todo por los hermanos, «para que ellos también alcancen la salvación de Jesucristo
y la gloria eterna» (v. 10).
Entonces -segunda consecuencia-, la vida del
cristiano se convierte en una
existencia pascual, gracias a la memoria de la resurrección de Jesús (v. 8) y gracias a la profecía de su propia resurrección (v. 11); una existencia que proclama la fidelidad del Eterno, mayor que cualquier infidelidad humana (v. 13). Por eso
el cristiano no se enzarza en «discusiones vanas» (v. 14), ni se avergüenza de la Palabra que debe anunciar, aunque deba sufrir por ella, porque es Palabra de la verdad y nunca podrá ser encadenada (v. 9).
Evangelio:
Marcos 12,28-34
En aquel tiempo, un maestro de
la Ley que había oído la discusión y había observado lo bien que les había
respondido se acercó y le preguntó:
-¿Cuál es el mandamiento más importante? Y Jesús contestó:
-El más importante es éste: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único
Señor: Amarás
al Señor tu
Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.El
segundo es éste: Amarás
a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro
mandamiento más importante que éstos.
- El maestro de la Ley le dijo: Muy bien, Maestro. Tienes razón al
afirmar que Dios es único y que no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todas las fuerzas,
y amar al
prójimo como a uno mismo vale más
que todos los holocaustos y sacrificios.
Jesús,
viendo que había hablado con sensatez, le dijo: -No estás lejos del Reino de Dios.
Y nadie se atrevía ya a seguir preguntándole.
El tono de la pregunta del maestro de la Ley, a
diferencia
de Mateo y Lucas, no es aquí, en Marcos, ni polémico
ni tendencioso, sino simplemente teórico y escolar, sin trampas más o menos escondidas. Al contrario, parece darse un reconocimiento recíproco de
la exactitud y de carácter pertinente
de la respuesta del otro por parte de
cada uno de los interlocutores. Al mismo
tiempo, la cuestión planteada era en aquellos tiempos una pregunta clásica y debatida con frecuencia; tampoco era nueva
del todo la respuesta de Jesús. En realidad,
se trata de la cuestión central para él y para todo creyente: es la pregunta a
la que Jesús intentará responder con
toda su vida.
De todos modos, el
Maestro le brinda al maestro de la Ley, interlocutor
leal, una respuesta precisa y rigurosamente bíblica, no
sólo por los envíos a Dt 6,4ss y I.v 19,18, sino porque sólo es
posible entenderla dentro de la revelación, según la cual
nuestro amor a Dios y al prójimo supone un hecho precedente y fundador: el amor de
Dios por nosotros. Éste es el dato que precede a
cualquier otro, el origen y la medida del amor humano. Si éste nace del amor divino, debe medirse sobre la base del mismo, amando a toda la
humanidad, amando a cada hombre sin distinción y con toda nuestra propio humanidad:
corazón-mente-voluntad. De todos modos, Marcos no se contenta con estas especificaciones, sino que introduce en su
texto otras dos importantes notas particulares: una observación polémica sobre
el culto (v. 32), que recupera la antigua batalla de los profetas
contra el ritualismo embarazoso que separa la oración del amor, y la afirmación del monoteísmo (vv. 29.32), en abierta polémica con el ambiente
pagano en que vivía la comunidad de
Marcos, afirmación destinada a dejar bien sentado que sólo de Dios -es decir,
de haber puesto a Dios en el centro
de su vida- puede venirle la libertad
al hombre. Esa libertad es ya signo del Reino que viene.
MEDITATIO
Dios creó al hombre a su semejanza, le dio un corazón capaz de
dejarse amar y de amar a su vez. Pero no sólo le
hizo capaz de amar a su manera, divina, no se contentó con verter su
benevolencia en el ser humano haciéndolo amable, sino que
activó en él una capacidad afectiva que no es ya sólo
humana. Éste es el signo más grande del amor de Dios hacia el
hombre: el Creador no se ha guardado, celosamente, su
poder de amar, sino que lo ha compartido con la
criatura. En realidad, Dios no hubiera podido amar más
al hombre.
Ésa es también
la razón de que éste sea asimismo el primer y más
importante mandamiento: antes de ser mandamiento,
es el don más grande. Y si vale más que todos los holocaustos y sacrificios, eso significa que el hombre lleva a cabo la mayor experiencia del amor divino cuando ama de hecho a la
manera de Dios, más aún que cuando ora y adora, porque es entonces, y sólo entonces, cuando puede descubrir cómo ha sido amado por el Eterno, hasta el punto de haber sido hecho capaz de amar a su manera.
Precisamente en esta línea invita Pablo a Timoteo y a todo creyente a sufrir y a morir con Cristo por la salvación de los hermanos. Pero, entonces, no se da aquí sólo la comunión redentora de la cruz; antes aún está el misterio sorprendente de la comunión de Dios con el hombre, del amor
divino con el amor humano. Gracias a esta comunión, el amor de Dios se hace ya presente y visible en esta tierra; más aún, Dios mismo es amado en un rostro humano y el corazón de carne produce
ya desde ahora latidos eternos.
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