jueves, 21 de junio de 2012


VIERNES, día 22:


2 Reyes 11,1-4.9-18.20ª
Yoyadá selló un pacto entre el Señor y el rey y el pueblo por el cual éste se comprometía a ser el pueblo del Señor. Inmediatamente, todo el pueblo irrumpió en el templo de Baal y lo demolió. Hicieron astillas sus altares e imágenes y degollaron a Matán, sacerdote de Baal, delante de los altares.
Después, el sacerdote Yoyadá dejó guardias en el templo del Señor. Todo el pueblo se llenó de júbilo y la ciudad recobró la calma.

La liturgia, omitiendo una amplia sección (2 Re 3-10) donde se habla de los reinados de Jorán (852-841) y de Jehú (841-814), que desarraigó el culto a Baal de Israel y cuya unción real ya había sido anunciada por Elías (1 Re 19,16), y donde se ilustra la actividad de Eliseo, la liturgia, decíamos, nos propone algunos pasajes adecuados para llevar a cabo una lectura teológica de la historia de Israel.
Desde el reino del Norte nos trasladamos al reino del Sur. Aquí Atalía, descendiente de Jezabel y mujer del rey Jorán (muertos ambos por Jehú a causa de sus perversiones), muerto su hijo Ocozías (841), heredero legítimo al trono, se apodera del Reino de Judá y elimina a la dinastía real superviviente. Ahora bien, Josebá, hija del rey Jorán y esposa del sumo sacerdote Yoyadá (2 Cr 22,1 1 ) cogió furtivamente a Joás, hijo de Ocozías, y lo escondió en el templo, de suerte que siete años después, y gracias a una estudiada conjura (w. 5-8, omitidos por la liturgia), éste fue proclamado rey (835-796) e instalado en el trono (v. 19, omitido por la liturgia).
La oposición a Atalía se debió a la línea baalista man­tenida por la reina, en flagrante contradicción con la alianza yahvista, mientras que la iniciativa de la casta sacerdotal desbarata el peligro, destruye el templo de Baal levantando en el corazón de Jerusalén, elimina de la escena a Atalía y permite la renovación de la alian­za. Se trata de un acontecimiento que se repetirá en los momentos cruciales de la historia de Israel (cf: 2 Re 23).

Evangelio: Mateo 6,19-23
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: No acumu­léis tesoros en esta tierra, donde la polilla y la carcoma echan a perder las cosas y donde los ladrones socavan y roban. Acumulad mejor tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la carcoma echan a perder las cosas y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón.
El ojo es la lámpara del cuerpo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado; pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo está en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tiniebla, ¡qué grande será la oscuridad!
“La totalidad de la enseñanza [de Cristo]”, afirma el místico alemán Jakob Böhme, “no es otra cosa que la explicación del modo en que el hombre podría encender en él el divino mundo luminoso. Dado que éste se en­ciende de modo que la luz de Dios brille en el espíritu de las almas, todo el cuerpo posee la luz”.
El principio de la recompensa evoca el «tesoro en el cielo» (cf. Tob 4,9; Eclo 29,11), «la mejor parte» que se asegura María (Lc 10,42), «las cosas de arriba» (Col 3,1) y las «riquezas mejores y más duraderas» (Heb 10,34) de que hablan los escritos paulinos, y brinda una regla infalible para el discernimiento: pregunta a tu corazón para saber cuál es tu tesoro. La continuidad del discurso es interrumpida por el dicho del Señor sobre la lámpara (cf. Lc 11,34-36).
La lámpara es el símbolo del ojo interior o espiritual, del que se transparenta la luz de la fe que esclarece la mente y suscita el impulso del amor en la voluntad. De modo más general, la lámpara es el símbolo del alma que irradia su luz a través del cuerpo. La antítesis se produce entre el ojo sano (Prov 22,9) y el enfermo -al pie de la letra entre el ojo «sencillo» y el «malo». El Nuevo Tetamento (2 Cor 1,2; 11,3; Ef 6,5; Col 3,22; Sant 1,5) vuelve con frecuencia sobre la sencillez (que es falta de duplicidad, según el significado literal del término). También condena con frecuencia al «ojo malo» (Mc 7,22; cf. Mt 20,15). Por último, para la antítesis luz-tinieblas, véase Jn 1,9; 3,19-21; 8,12; 12,46; Rom 13,12; 2 Cor 6,14 . Ef 5,8ss; 1 Tes 5,5. La contraposición entre «hijos de la luz, e «hijos de las tinieblas» era uno de los aspectos cualificados de la enseñanza en la comunidad de Qumrán.

Para nuestra Vida
Como es bien sabido, la economía de las sociedades mediterráneas del siglo primero era enteramente distinta de la economía actual. Sin embargo, la relación del hombre con los bienes materiales, en el fondo, era la misma entonces que ahora. La diferencia está en las consecuencias que se siguen de esa relación. Ahora, la codicia por atesorar (o por rete­ner lo atesorado) provoca tales desastres, que en eso radica la causa fun­damental de la enorme crisis económica que tanto sufrimiento está pro­duciendo, sobre todo a los más pobres. En una economía global, los des­trozos de la codicia son globales, es decir, incalculables.
En tiempo de Jesús, tener un tesoro era un peligro. Porque entonces era más fácil el robo que ahora, si pensamos en el robo de objetos (monedas, joyas...). Pero la codicia por acumular bienes dañaba (y sigue dañando) de forma brutal al codicioso. Porque el "tesoro" (los bienes acumulados) indican dónde tiene la persona su "centro" (el "corazón) y qué es lo que de verdad le importa a cada cual.
La metáfora del ojo y la luz, colocada por Mateo inmediatamente des­pués de la dura sentencia sobre la codicia, establece una relación directa entre la codicia y el conocimiento: el que tiene centrada su vida en el propio dinero y en el propio capital pervierte su visión de la vida, del mundo, de todo. Y llega a cegar a la persona. De forma que, de una persona así, se puede afirmar que vive en la oscuridad total. No ve lo más evidente: la injusticia espantosa en que vivimos, el destrozo que estamos haciendo de nuestra madre tierra, el cúmulo de violencia, dolor y muerte que todo esto lleva con­sigo. No puede enterarse de nada de eso porque existe una relación directa entre el "conocimiento" y el "interés": los "intereses rectores del conocimien­to" (J. Habermas) determinan decisivamente lo que conocemos y cómo lo conocemos. Aquí radica el destrozo más grande que causa la codicia.

Señor, dame un corazón sencillo que sepa discernir   el verdadero bien y no se deje sugestionar por los bienes aparentes, ilusorios y pasajeros.
Hazme comprender que Tú eres el tesoro de mi corazón. 

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