martes, 29 de mayo de 2012


MIERCOLES, día 30

Primera lectura: 1 Pedro 1,18-25
Queridos: Sabed que no habéis sido liberados de la con­ducta idolátrica heredada de vuestros mayores con bienes caducos -el oro o la plata-,  y sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin mancha y sin tacha.  Cristo estaba presen­te en la mente de Dios antes de que el mundo fuese creado, y se ha manifestado al final de los tiempos para vuestro bien, para que por medio de él creáis en el Dios que lo resucitó de entre los muertos y lo colmó de gloria. De esta forma, vuestra fe y vuestra esperanza descansan en Dios…

Algunas verdades sobre la relación de Jesucristo con nosotros y de nosotros con él llaman hoy la aten­ción. El Padre, en su presciencia (v 1) y en su gran mi­sericordia (v. 3), ya antes de la fundación del mundo lo eligió, cordero sin mancha, para que con su sangre pre­ciosa liberara a la humanidad «de la conducta idolátrica heredada de vuestros mayores» (v 18).
Jesús se ha manifestado en nuestra era de salvación, que, por esto mismo, es central en toda la historia; Pa­blo la califica de «plenitud de los tiempos» (cf. Gal 4,4): a él converge todo y en él todo llega a su plenitud. Gracias a su misión, a su resurrección y glorificación, creemos nosotros en Dios, creemos que lo resucitó de entre los muertos, y nos ha dado la posibilidad de anclar nuestra fe y nuestra esperanza en el Padre. Entramos en relación con Jesús a través de la obediencia a la pre­dicación del Evangelio. Esta predicación es fuente de novedad de vida, de existencia vivida en la caridad, o sea, no de impulsos emotivos transitorios, sino de rela­ciones que estructuran el dinamismo y la misión de la comunidad.
La cristología de la primera Carta de Pedro es rica y profunda. Esta carta constituye un himno de bendición a la obra que el Padre, en el Espíritu, realiza en Cristo (cf., por ejemplo, 1,18b-21; 2,21-25: un himno sublime; 3,18-22 y 4,5ss, elementos de una antigua profesión de fe). Jesús «padeció una sola vez por los pecados, el inocen­te por los culpables, para conduciros a Dios. En cuanto hombre sufrió la muerte, pero fue devuelto a la vida por el Espíritu» (3,1.8). Sus llagas curadoras hacen que quienes gozamos de ellas, «muertos al pecado, vivamos por la sal­vación» (cf. 2,24).
La historia ha sido invadida en él por la sed ardiente de la alianza nueva y eterna con el Padre, y los que le obedecen han sido injertados en este mo­vimiento de conversión que califica a todo dinamismo humano recto y lo convierte en expresión de nostalgia y de inventiva de salvación universal. La exhortación petrina está penetrada por este deseo que es fuente y cima de las iniciativas del pueblo de Dios. La vida en Cristo es vida en misión de comunión en el Misterio.

Evangelio: Marcos 10,32b-45
En aquel tiempo,  tomó Jesús consigo una vez más a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a pasar: Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la Ley; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos; se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará…
La extensa lectura evangélica de hoy nos refiere diferentes episodios acaecidos en el recorrido hacia Je­rusalén. Jesús va delante. Le siguen unos discípulos asombrados y personas atemorizadas. Habla a los Doce por tercera vez de su próxima pasión y lo hace con muchos detalles (w. 33ss). Sin embargo, parece que la incomprensión de los discípulos es total. Esto es algo que resalta en Marcos, que atribuye a los mismos hijos de Zebedeo (y no a su madre, como hace, en cambio, Mateo 20,20) la petición correspondiente a su ubicación en el Reino: uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús (v. 37). Su reacción a la respuesta de Jesús y la de los otros respecto a los hermanos manifiestan que el círculo de los discípulos estaba inmerso en preocupa­ciones completamente diferentes a las del Señor.
Jesús, en este momento culminante de su presencia entre no­sotros, nos revela aspectos centrales relacionados con el seguimiento. Éste se desarrolla por completo en el marco de la complacencia del Padre. Jesús vive inmer­so en él, no es el árbitro del mismo. El Padre nos atrae hacia Jesús, en él nos admite a la participación en el Reino y decide la posición que va a ocupar cada uno en el mismo. Mateo 20,23 nombra al Padre, mientras que Marcos alude a él como Alguien que establece las condiciones para conseguirlo.
Vivir en Jesús es crecer en docilidad al Padre, com­partir la misión para la que el Padre le ha enviado: be­ber su mismo cáliz, ser sumergidos con él en su mismo bautismo. Seguir a Jesús es recorrer con él el camino del Siervo de Yahvé (Is 52,13-53,12), convertir a través de él nuestra propia vida en un servicio, entregarla en él por la salvación para rescate de muchos, de la humanidad. Sólo Marcos, con estas palabras -y con las que dice en 14,24 sobre el cáliz-, nos refiere el motivo de la muerte violenta del Señor y nos abre los horizontes del misterio del seguimiento.
MEDITATIO
En el centro de la Palabra de hoy figura la revelación del lenguaje vigoroso que emplea la divina pedagogía de la salvación para empujarnos a la conversión y a lo que es central en ella: seguir el ejemplo que nos ha dejado Jesús, caminar tras sus huellas (1 Pe 2,21). Dado que Jesús ha sido enviado por el Padre para revelar su mi­sericordia y las vías por las que se abre camino hacia los corazones de los hombres, su Palabra nos remite al mis­terio escondido del Padre. Éste busca a la humanidad y hace que éste le busque, pero lo hace a través del ejem­plo de Cristo y de los que viven en él, obra a través del consenso del amor antes que venciendo por la cons­tricción; influye a través del servicio y no por medio del poder.
El camino de Jesús no es débil, pero su fuerza es la del amor que vence a la muerte, la fuerza de la resu­rrección y no la de la huida de la muerte y la cruz. El Reino del Padre es un Reino de personas cuya creativi­dad y carácter inventivo están inspirados por la mise­ricordia que no se deja vencer por el mal, sino que lo vence con la humildad y la docilidad, que implora, se muestra activa y desenmascara con su lógica la igno­rancia de la necedad.

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